Otoño aquí, otoño allí

Si fuera posible, pasaría un fin de semana en los Estados Unidos ahora. En el noreste, en particular; en mi tierra natal. No para algo específico—aunque seguro que encontraría algo que me interesa si lo busco—sino porque el otoño aquí no es lo mismo. Quizás sea mi estación favorita, pero en España el cambio de tiempo no es conforme al patrón al que estoy acostumbrada. Las hojas que caen de los árboles no tienen los mismos colores, ni lo hacen de la misma manera ni en la misma cantidad. En vez de ver a la naturaleza durmiéndose lentamente, preparándose para el manto de nieve y de hielo que la va a cubrir, las lluvias del otoño español hacen que todo sea más vivo y más verde. Es al revés de lo que conozco, y me hace echar de menos no solamente cosas y lugares, sino también la niñez perdida en la que el otoño traía magia.
Cada año, desde que tenía cinco o seis años hasta mi último año de colegio, había un fin de semana en octubre muy especial. No era un día festivo oficial—aunque nuestro llamado “día de Colón,” también en octubre, siempre era un poco raro porque mis padres habitualmente iban de vacaciones con sus amigos y era la única vez del año que yo, como hija única, no tenía los cuidados de mis padres, y generalmente pasaba este puente con mi abuela—pero eso es otra historia. El fin de semana de octubre que traía la magia del otoño era en el que íbamos a escoger calabazas para hacer jack-o’-lanterns (linternas de Jack).
Hay una granja en Long Island, a una hora y pico de mi casa, que siempre visitábamos. Trataba de escoger calabazas con formas irregulares que me inspiraban caras espantosas o divertidas y extrañas para tallar. En realidad, solo tallé caras los últimos tres o cuatro años de la tradición. Antes, yo las dibujaba y mi padre las hacía, pero sentía que era una parte integral del proceso.
Después del viaje a la granja, visitábamos a dos amigos de mi madre. Ellos tienen un jardín magnífico, aún más impresionante medio muerto por el frío otoñal: anaranjado y marrón, lleno de hojas secas pero con unos puntos de color de las últimas flores. Son hombres muy amables e interesantes, que me hablaban como si fuera adulta y me hacían sentir madura. No los he visto durante los tres últimos años. Mis padres sí los han visitado, pero es una costumbre del otoño y por esta razón lo hacen cuando yo estoy lejos, estudiando.
Es un tipo de fin de semana que nunca tendré otra vez, incluso si fuera posible ir allí ahora. He dejado las tradiciones de mi juventud ahora, cuando estoy tratando de ser una adulta de verdad, aunque me siento aún más joven y mal preparada para la vida real.

Sara Ging. Tufts in Madrid, otoño 2012.

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